Un ateniense que parece de Barakaldo.
Hay películas que requieren para su correcto visionado que el espectador apague su cerebro. Esta es una de ellas. Subordinando al aspecto visual todo el argumento y coherencia (del rigor histórico no voy a hablar, pero tampoco hace falta), nos ofrece hora y media de golpes y piruetas imposibles, con héroes muy heróicos, cuerpos muy musculosos y malos muy malos. Como 300, pero más de todo, y esta vez con explosiones.
Basada, como 300, en un cómic de Frank Miller (Xerxes), nos cuenta una historia en paralelo a la batalla de las Termópilas, con los atenienses, bajo el mando del heróico Temístocles pateando sin clemencia culos aqueménidas y enfrentándose a la lugarteniente de Jerjes, la bella pero letal Artemisia (no todo iban a ser jamelgos sudorosos) en espectaculares batallas marítimas. También nos cuentan cómo Jerjes pasó a convertirse en el enloquecido Rey-Dios de la primera película.
Cosas que rechinan, unas cuántas, y no me voy a meter en las burradas tácticas o de física, que a fin de cuentas sirven a la espectacularidad. Así que, si hace falta que los atenienses puedan saltar 20 metros sin despeinarse, ¡por Hermes, que los salten! Si las tácticas absurdas funcionan contra los persas, ¡Por Ares, que las empleen! Pero con otras no pude, como el caballo ignífugo que sale de la nada en plena batalla marítima o los terroristas suicidas de Al-Xerxeda.
Por la parte técnica, muy espectacular en las panorámicas y coreografías muy chulas, pero un uso excesivo de la cámara lenta y un gasto demasiado generoso en botes de Titanlux rojo. La película empieza bien, pero va a menos (no puede sobrevivir únicamente a base de peleas exageradas) y acaba por decaer, hasta desear que se termine.
Al menos, eso sí, es una película honesta. Si quieres ver cuerpos imposibles, batallas épicas y cruentas peleas llenas de casquería, 300: el origen de un imperio, te lo puede dar.
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