Mi sensei.
Debo confesar que no me gustan nada las artes marciales, y que soy muy fan de la máxima de que la mejor manera de ganar una pelea es no tenerla. Pero hubo un lejano tiempo, a finales de los 80, en el que un par de veces a la semana (creo) iba a un gimnasio de Santutxu, donde estaba el Judo Club Gaspar, y donde el entrañable Víctor Gaspar nos enseñaba ese arte marcial.
No mentiré, era (yo) un completo y absoluto desastre. Mi nula coordinación y mi incapacidad de aprenderme las llaves hacía que se me diera fatal, y como no sentía que aprendiera, iba con una absoluta falta de motivación, siendo el único aliciente los puntos que nos daban al terminar la clase, con los que conseguíamos las barritas verticales en el cinturón y al alcanzar la tercera nos podíamos examinar para subir de cinturón (lo que viene siendo un sistema de PX, vaya). Blanco, amarillo, naranja y no sé si llegué al verde o me quedé en el naranja-verde. Me suena que al verde sí llegué, pero más creo que me lo regalaron por pena, porque en el tatami era un despropósito. De hecho, llegué a ir a un par de torneos, más empujado por la presión de grupo que otra cosa, y en ambos fui eliminado a las primeras de cambio (al menos regalaban gominolas a los participantes).
Tengo tan borrado el recuerdo de aquello que ni siquiera sabría precisar cuánto tiempo estuve. Me suena que fueron dos cursos, pero ni siquiera recuerdo cuándo dejé de ir. Solo que cada vez iba con más desgana, por pura obligación. Para más inri, tampoco terminé de encajar demasiado bien con los compañeros, así que no es un recuerdo que eche demasiado de menos.
Por quedarme con algo positivo, me quedo con el profesor, Gaspar, que puede que no supiera enseñarme judo, pero sí muchas lecciones de la sabiduría que atesoraba, pues era un hombre al que daba gusto escuchar.
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