El póster puede ser confuso para quien solo conozca al Aquaman clásico de los cómics.
Regresa, cinco años después (aunque técnicamente pudimos verlo haciendo un cameo en Flash y en el corte del director de La liga de la Justicia) el superhéroe más acuático de DC, en una película que llega no sé si como cierre del fallido DCU (una pena que nunca terminara de funcionar la idea), pero que lo hace con dignidad, dando lo que cabría esperar de ella.
No es, desde luego, una gran película. Tiene sus cosas buenas y sus cosas malas (las escenas de batalla, por ejemplo, se me antojaban caóticas y con un montaje chapucero) y un guión más simple que el funcionamiento de un ladrillo, pero dado que las expectativas no eran muy altas, consigue ser un producto entretenido y disfrutable. Siempre que se vea con el cerebro apagado, claro. Pero oigan, este tipo de películas también merecen su espacio.
La historia, bueno, pues el malo malísimo encuentra objeto arcano enterrado en las profundidades del mal, desata maldición terrible y horrorosa y Aquaman se ve obligado a liberar a su hermano y enemigo para encontrarlo (que digo yo, que siendo Aquaman amigo de Batman y Superman lo suyo sería que hubiera acudido a ellos, pero él sabrá), lo que sirve de excusa para una historieta de aventuras, con momentos para la comedia y otros más o menos épicos, hasta llegar a una batalla final, en ese reino perdido del que habla el título, cuya inspiración en Lovecraft y sobre todo en la Minas Morgul de Peter Jackson es de todo menos disimulada (había momentos en los que solo faltaba que saliera un Nâzgul).
Pero lo dicho, da lo que cabría esperar de ella. Ni sorprende ni decepciona.
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