1989, un niño (Teo) desaparece, pero en realidad ha viajado en el tiempo, tras encontrar un agujero de gusano que lo lleva a 2022, donde se reencuentra con su hermano Óscar, que ya es un señor mayor (pese a que Tamar Novas no sea la elección más acertada para hacer de casi cincuentón), que es un eminente científico y profesor de universidad, y que echa de menos a su hermano perdido. Ambos tratarán de recuperar el tiempo perdido y de hacer que Teo retorne a su época, mientras este intenta adaptarse a las maravillas del nuevo mundo y Óscar se va dando cuenta de todas las cosas que dejó de hacer.
La película está lejos de ser perfecta, y además el trailer se encargaba de reventar uno de los mejores giros de la película (lo comento más adelante), pero resulta amena, entrañable y ofrece momentos de infinita ternura, entre los que hay que destacar por encima de todos los demás uno muy concreto, que me hizo saltar las lágrimas. En esencia, podría decir que es una feel good movie con viajes en el tiempo.
El giro del que hablo, y que habría preferido descubrir durante la película, es ese segundo salto en el tiempo, cuando los niños acaban metidos de patas en 1949, que hace que te pases media película esperando ese momento. Y el momento emotivo del que hablo, cómo no, es cuando nos cuentan, con cuatro pinceladas muy bien lanzadas, la historia del amor de la abuela, en su juventud como guerrillera, y ese momento en el que de anciana vuelve a probar los panecillos que hacía el que se convertiría en su marido... ay, qué escena más emotiva, por favor.
No es una gran película, cierto, pero solo por ese momento ya me mereció la pena verla.
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