Probablemente fuera del cine.
La idea es buenísima, y cuenta con virtudes en su narrativa que no seré yo quien le niegue. Pero adolece del terrible defecto de ser cuando menos plomiza en el 90% del metraje, con planos largos y tediosos, cuando no machacones, en los que Jonathan Glazer vuelve a demostrar su talento para aburrir a las ovejas, que ya me tocó padecer en Under the skin.
Nos cuenta, o mejor dicho nos muestra, la vida de Rudolf Höss, quien entre otras ocupaciones tuvo la de ser el comandante de Auschwitz y su familia, con una visión costumbrista en la que vemos cómo llevaban una vida normal, casi idílica, a escasos metros de unos muros tras los cuales se perpetraban algunas de las mayores atrocidades cometidas por el ser humano. Y me gusta mucho el enfoque que emplea para ello, cómo los gritos y los disparos son una parte sutil pero sempiterna del ambiente, que escuchamos con insensibilidad, y se convierten en algo tan inherente al entorno como el ruido de los coches en la ciudad o el de los pájaros en el campo. Algo que está ahí y no le damos importancia. A diferencia de otras películas sobre tan trillado tema, aquí no nos enseñan nada de ese horror, invitándonos a permanecer tan ajenos a él como sus protagonistas. Pero aunque no miremos, sabemos que está ahí, y nos lo recuerda a todo momento, con ligerísimas pinceladas, aunque a veces sí busca incomodar, con planos largos y un sonido recargado y cansino.
El problema es que la historia de lo que ocurre en la casa, si es que hay alguna, no nos lleva a ninguna parte, y viene ya lastrada por un insoportable comienzo, en el que a unos largos segundos de literalmente nada, le sigue una presentación que se hace tan apasionante como ver el vídeo de la comunión del vecino del sexto. Cierto es que luego mejora, pero la tentación de abandonar la sala cuando la película llevaba cinco minutos, ahí ha estado.
Tampoco ayuda el final, con un salto en el tiempo que no tengo del todo claro qué es lo que nos quiere contar, pero que desemboca en una nueva orgía de ruido de nevera, en la que ya lo único que cabe es entregarse a la esperanza de que vengan los títulos de crédito a rescatarnos.
Me temo, amigo Glazer, que vas directamente a la parte roja de mi libreta.
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