miércoles, 22 de julio de 2015

De cómo probé el puenting

De ahí salté.

La noticia de la chica que se ha matado haciendo puenting en Granada me ha recordado a la vez que, hace ya 11 años, hice buena aquella frase que dicen las madres de "¿si tus amigos se tiran por un puente tú también?". Y la verdad es que sí, que así fue.

La excusa fue la despedida de soltero de uno del club de rol, Mikel (alias Joxepo), al que tuvimos a bien secuestrar, disfrazar de perro y tirar por un puente. Eso sí, fuimos buenos y le dejamos un arnés (el resto del día le fuimos haciendo más putadas, pues las despedidas de soltero en aquel grupo eran bastante cabronas, pero eso es ya otra historia).

El puente elegido fue el de Azkarate-Madariaga, en Azkoitia (Gipuzkoa), y obviamente fue algo planificado con tiempo. Curiosamente yo iba con la idea de no saltar, pero un amigo (Aitor, el que siempre me liaba) me hizo el siguiente planteamiento: "¿tú realmente consideras que es peligroso? Si no es así, ¿qué te impide saltar?". Y me convenció para saltar (aunque luego el muy jodido se acobardó en cuanto vio el puente y no saltó).

Una vez allí, el instructor nos daba un discurso bastante tranquilizador, y nos explicaba que estadísticamente era más peligroso el trayecto en coche hasta ahí que el salto en sí, y que todas las medidas de seguridad estaban duplicadas. Pero también nos explicaba que el cerebro racionalmente puede pensar una cosa, pero que el instinto primario, alojado en los dos cerebros de abajo, tiene su propia opinión.

Razón no le faltaba. En ese momento, envalentonado, me pongo el arnés, me subo al lateral del puente con decisión, y en el momento en el que ya nada me separa del vacío, se me para el tiempo. Milenios de evolución nos enseñan que saltar desde tan arriba es muerte, y aunque yo quiero saltar, las piernas no obedecen. Imaginad un caluroso día de verano, una piscina de aspecto refrescante, pero en la que el agua está fría. Quieres saltar, sabes que vas a estar a gusto, pero cuesta dar ese pequeño saltito, porque sabes que una vez lo des, no hay vuelta atrás. Ahora multiplicad esa sensación por 1000.

Me decido. Mi cuerpo parece medio convencido, sé que puedo y otros lo han hecho ya. Salto, pero mi pierna se arrepiente en el último momento y trastabilo. Corrijo y finalmente, pese a las protestas de mi instinto de supervencia, salto.

Vuelo.

El mundo se mueve a mi alrededor.

La sensación de caída es mágica.

Bajo todo lo que la cuerda permite bajar y pendulo, subiendo a gran velocidad, el suelo se aleja de nuevo.

Vuelo.

Tras ese rato en el que todo se congela para mí, y aún con la espectacular inyección de adrenalina (es mi cuerpo, llamándome de todo), me quedo colgado cual jamón, esperando a que vengan a descolgarme. Con la emoción de un niño pequeño que prueba por primera vez un tobogán, quiero saltar de nuevo, y subo, corriendo cual cabra montesa, hacia el puente, y espero a que me toque otra vez el turno.

Esta vez decido saltar de la otra manera, no de frente, sino de espaldas, que se supone que es más fácil. Sin embargo, algo sucede, que ahí gana mi cuerpo y decide que no, que otra vez no salto, no sin mirar a dónde. Realmente no era miedo (había saltado ya 10 minutos antes, y me había gustado), pero en ese momento sentí que no me apetecía. La sensación postadrenalina, supongo, o el no ver dónde me tiraba.

Esto del puenting es algo que hasta entonces nunca habría pensado que acabaría haciendo, y es algo que no sé si repetiría, pero sin duda que fue una experiencia inolvidable, y uno de los mayores chutes sensoriales que he experimentado jamás.

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