El cuento de la Cenincienta es uno de los más conocidos en la cultura popular, aunque la primera imagen que nos viene a la cabeza es siempre la de la película de animación de Disney. Y bien es sabido que Disney solía edulcorar mucho los cuentos, y que en sus versiones originales siempre eran mucho más turbios.
En este caso nos encontramos con una versión del cuento mucho más cercano al espíritu de los hermanos Grimm (si bien no son los creadores originales de la historia, sí que la moldearon bastante) en la que contando la misma historia nos dan un recital de body horror que a ratos se mete de pies en el torture porn, con escenas verdaderamente escalofriantes (sí, lo digo por la de las pestañas).
Esta vez nos cuentan cuento, que no lo voy a narrar porque asumo que cualquier lector lo conoce, pero desde el punto de vista de Elvira, una de las hermanastras de Cenicienta (aquí Agnes). Elvira es una chica poco agraciada y que tiene envidia de su popular hermanastra. Pero ni Elvira es tan mala (al menos al principio) ni la Cenincienta tan buena. Elvira intenta ser amable, pero las cosas no salen bien.
Sin embargo el problema viene cuando la madre de Elvira (o sea, la madrastra de Cenincienta) se empeña en que su hija sea guapa para así podersela encalomar al príncipe y vivir del cuento. La madrastra sí es igual de perturbada (o peor) que en el cuento que conocemos y para eso somete a la pobre Elvira a todo tipo de tropelías con tal de transformarla, con actos que son literalmente torturas y que pueden revolver algún estómago. Así, no es de extrañar que la pobre Elvira termine perdiendo la cabeza y llegando a umbrales muy bajos en su descenso a la locura.
De algún modo es, como La sustancia, una crítica a cómo la obsesión por la imagen y la presión social pueden acabar destruyendo (literalmente) a una persona. Un cuento de hadas en el que las hadas no son encantadoras y bondadosas ancianitas y donde el final feliz cambia perdices por cuervos hambrientos.
 
 
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