lunes, 14 de diciembre de 2020

Mascotas

No se conservan fotos de la real, así que he tirado de Internet.

Lo que para mucha gente que me conoce podría ser una revelación sorprendente es que hubo un tiempo en el que tuve gato. Concretamente una gata negra, llamada Misi, que nos regalaron cuando yo tenía en torno a 6 años (curso arriba, curso abajo), de la que tengo pocos recuerdos, pues estuvo poco tiempo en casa (mi alergia galopante estoy seguro de que no ayudaba), mi madre dice que un año, mi padre que unos meses.

Entre los recuerdos que tengo es el flash de cuando llegó a casa, una especie de pelotilla negra con ojos, y que un día tuvimos la idea de bombero de sacarla a pasear, como quien saca al perro. Tengo también el recuerdo de que le encantaba saltar para cazar moscas, pero de lo que más me acuerdo era de que cuando se la teníamos que dejar a mi abuela, le hacía todo tipo de travesuras, y sobre todo recuerdo a la señora quejándose de que había dejado el jamón york en la encimera y el gato se lo había robado. 

En cualquier caso, no tengo el recuerdo de que me resultara especialmente traumático separarme de ella cuando hubo que regalarla, por lo que tampoco debí de encariñarme demasiado. 

Precaución: toca historia triste.

Con el animal del que hablé ahora sí que me encariñé muchísimo es el protagonista de la historia que viene a continuación, siendo yo algo mayor (12-13 años, podría ser): un hamster que compré en un puesto de mascotas de la Plaza Nueva y al que bauticé como "Pepe". Era un bicho monísimo, y la verdad es que le cogí muchísimo cariño desde el principio, un amor a primera vista. Estaba ilusionadísimo con él, y me encantaba verlo corretear.

Pero llegaron unas vacaciones y se lo dejé a una compañera de clase para que me lo cuidara, con tan mala suerte de que el pobre Pepe murió (creo que sufrió una caída, pero no recuerdo bien la historia), y en su lugar me regaló otro hamster, que fue bautizado como Evaristo, y al que también le cogí muchísimo afecto.

Y la parte trágica de la historia vino un día de invierno que llegamos a casa y vimos que Evaristo se había escapado de la jaula, con tan mala suerte que se puso a trepar por el cubo de fregar y se cayó en el agua, agua fría, y cuando llegamos lo vimos al pobre flotando en el agua, aterido pero aún vivo. Recuerdo al pobre Evaristo tiritando mientras lo envolvíamos con la toalla y mis padres intentaban hacer que entrara en calor con el secador de pelo, pero no hubo manera y el pobre Evaristo no pasó de esa noche. Ahí sí que recuerdo que la llorera fue gorda.

Alegres y coloridos.

Por dar un contrapunto un poco más alegre, y aunque estos no eran estrictamente mis mascotas, recuerdo que siendo yo niño solía haber a veces periquitos en casa, pues a mi padre le gustaban, y siendo yo un poco más mayor, una vez le regalé a mi padre una pareja de periquitos, en teoría macho y hembra, descubriendo al llegar a casa que eran ambos machos (no soy quién para juzgarlos). La verdad es que apenas me acuerdo de ellos, y no recuerdo cuánto tiempo estuvieron en casa, así que supongo que en algún momento mi padre los acabaría llevando a un zoológico que tenían montado en el aula de ciencias naturales del colegio en el que era profesor. Por si algún alumno del Colegio Zabala de Bilbao lee esto y le suena lo del zoo, mi padre era (bueno y sigue siendo), Chema.

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