Cuando se va al gimnasio hay que probar cosas nuevas, y como después del Body Express suelo complementar con algo de cardio, esta vez he optado por, en lugar de andar, pedalear o esquiar, fijar mis ojos en la máquina de hacer traineras, más o menos como la que se ve en la primera foto.
Me acerco, pregunto a la instructora cómo funciona, me explica cómo va, y me pongo a ello. Parece sencillo.
Grave error. Monto y empiezo a remar. Al principio no cuesta mucho esfuerzo, remada por aquí, remada por allá, boga, boga, boga... pero poco a poco, las gotas de sudor empiezan a caer por la frente, las piernas comienzana perder fuerza, los brazos flojean y el corazón empieza a multiplicar sus revoluciones. Creo que me he enamorado de esta máquina.
Pero no, no es amor. Ni siquiera es una obsesión, es una sofisticada máquina de tortura que hace que cada minuto en ella sea una gesta, pero como encima te pone ese estúpido contador de potencia, te hiere en el orgullo y no puedes parar. Los cojones, no vas a poder parar. Cada poco los pulmones reclaman su parcela para recuperar el resuello, y los propios jadeos impiden escuchar los incesantes latidos. Las pausas para respirar se van haciendo más frecuentes, y hasta llegan a durar más que las propias tandas de remar.
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que me deja, me levanto y me tambaleo hacia la ducha. La máquina me mira triunfal, pero debe saber que habrá una revancha, y que volveré.
Me acerco, pregunto a la instructora cómo funciona, me explica cómo va, y me pongo a ello. Parece sencillo.
Grave error. Monto y empiezo a remar. Al principio no cuesta mucho esfuerzo, remada por aquí, remada por allá, boga, boga, boga... pero poco a poco, las gotas de sudor empiezan a caer por la frente, las piernas comienzana perder fuerza, los brazos flojean y el corazón empieza a multiplicar sus revoluciones. Creo que me he enamorado de esta máquina.
Pero no, no es amor. Ni siquiera es una obsesión, es una sofisticada máquina de tortura que hace que cada minuto en ella sea una gesta, pero como encima te pone ese estúpido contador de potencia, te hiere en el orgullo y no puedes parar. Los cojones, no vas a poder parar. Cada poco los pulmones reclaman su parcela para recuperar el resuello, y los propios jadeos impiden escuchar los incesantes latidos. Las pausas para respirar se van haciendo más frecuentes, y hasta llegan a durar más que las propias tandas de remar.
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que me deja, me levanto y me tambaleo hacia la ducha. La máquina me mira triunfal, pero debe saber que habrá una revancha, y que volveré.
Lo que no tengo muy claro es si volveré en son de paz, o con un hacha.
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