En la jungla, la verde jungla.
El jueves a las 9:00 todavía no sabíamos qué íbamos a hacer, y a las 10:00 nos plantamos en un concesionario de coches de alquiler. ¿Oigan, tienen algo? Tenían, un Opel Insignia.
Teníamos el coche, necesitábamos un destino. ¿Navarra? Pues Navarra. Tiramos hacia Pamplona, y me acuerdo del hotel Iriguibel, donde suelo pernoctar cuando voy a las Umbras, así que nos presentamos en la recepción y preguntamos si tienen habitaciones libres. El azar nos sonríe, y tienen una. Ale, ubicados.
Damos un paseo por el pueblo, comemos y volvemos al coche, rumbo al Sur: a Olite, conocido por dos cosas. Una, por ser el nombre de la calle donde se ubicaba la extinta Chezgarcía y la otra, su espectacular castillo, que nos tiene toda la tarde entretenidos, subiendo y bajando escaleras.
Terminada la tarde, nos vamos a Pamplona capital, a tomar una ronda en la Plaza del Castillo y unos pintxos en Estafeta. Todo muy de guiris.
Hoy por la mañana, después de desayunar, nos hemos metido en la Navarra más profunda, siendo nuestro destino la preciosa selva de Irati, que hoy estaba a rebosar, pero hemos tenido la suerte de llegar a tiempo y poder entrar. Eso sí, hemos sido tan panchitos de ir sin bocadillo ni nada, aunque hemos podido hacernos con unos en el albergue de ahí (a precio nada barato, eso sí). Luego, mucho andar entre árboles y hierba, y cuando estábamos bajando, cortesía de una familia de catalanes con los que nos habíamos encontrado antes por el camino, vamos a ver el embalse, aunque debido a la escasa lluvia, un poco cuchurrío.
Al bajar, parada mediante para ver los caballos, salimos de ahí y hacemos un pequeño desvío hacia Roncesvalles, que es bonito pero breve de ver. Ya de ahí, nuevamente al coche y vuelta a Bilbao, no sin la preceptiva locura de tratar de aparcar en el centro un viernes por la noche.
Y eso ha sido esta escapada sin planear, con una maravillosa compañía.
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