Julián Gayarre es un tenor navarro que da nombre a la calle donde me crié y viví casi toda mi infancia, si exceptuamos los 2 primeros años, que transcurrí, creo, en la calle José Olabarría (No sé si es este)
Ahí viví hasta que con 15 años me mudé a la calle Indautxu (entonces Particular de Indautxu) el origen de cuyo nombre no me han sabido decir ni en el Ayuntamiento ni en Euskaltzaindia, y de allí me fui a la actual calle Olite (un pueblo navarro)
Todo esto viene a colación porque ayer estuve dando un paseo matutino, que me llevó precisamente a la vetusta urbanización de Julián Gayarre, con sus paredes de ladrillo y su suelo de gastado alquitrán. Sus paredes pintadas con tiza y esos cascados portales de madera.
Algunas cosas muy cambiadas pero otras tal y como las recordaba. Las sensaciones me invadían al acercarme, al andar por ese parque Europa en el que tantas tardes jugué, al pasar por la calle que antes era un pedregal y al ver casas donde antes solo había hierba.
Tampoco eran pocos los recuerdos que afloraban al posarme bajo la que fue mi ventana, o la de la oficina desde la que mi padre obsequiaba con su música de guitarra a todo el vecindario. Es curioso ver cómo una pintada, la que nos muestra una chica mirando de perfil, grabada con tiza hace más de 18 años, permanece testigo del paso del tiempo.
Tuve también la suerte de que un vecino dejara abierta la puerta del portal, lo que me permite colarme dentro y volver a subir en ese ascensor, icono entonces de lo prohibido (comprensible si se tiene en cuenta que cuando vivía allí yo no tenía edad de usarlo solo) y ver que es exactamente el mismo, con sus arañazos en la plaquita de seguridad, o las pegatinas entre pisos que pegábamos los niños cuando aún no había puerta de seguridad.
Llego al segundo piso, y me recreo contemplando la puerta B. Solo es una puerta, pero impregnada de recuerdos. Y al ver las múltiples rayaduras de la cerradura me veo a mí mismo de niño aprendiendo torpemente a usar la llave.
Bajo y veo en los buzones nombres, muchos de los cuales recuerdo. Algunos se fueron, otros siguen. Y después de la sesión de voyeurismo introspectivo a mi propio pasado emprendo la ruta por el parque que me lleva de nuevo a mi actual casa.
Ahí viví hasta que con 15 años me mudé a la calle Indautxu (entonces Particular de Indautxu) el origen de cuyo nombre no me han sabido decir ni en el Ayuntamiento ni en Euskaltzaindia, y de allí me fui a la actual calle Olite (un pueblo navarro)
Todo esto viene a colación porque ayer estuve dando un paseo matutino, que me llevó precisamente a la vetusta urbanización de Julián Gayarre, con sus paredes de ladrillo y su suelo de gastado alquitrán. Sus paredes pintadas con tiza y esos cascados portales de madera.
Algunas cosas muy cambiadas pero otras tal y como las recordaba. Las sensaciones me invadían al acercarme, al andar por ese parque Europa en el que tantas tardes jugué, al pasar por la calle que antes era un pedregal y al ver casas donde antes solo había hierba.
Tampoco eran pocos los recuerdos que afloraban al posarme bajo la que fue mi ventana, o la de la oficina desde la que mi padre obsequiaba con su música de guitarra a todo el vecindario. Es curioso ver cómo una pintada, la que nos muestra una chica mirando de perfil, grabada con tiza hace más de 18 años, permanece testigo del paso del tiempo.
Tuve también la suerte de que un vecino dejara abierta la puerta del portal, lo que me permite colarme dentro y volver a subir en ese ascensor, icono entonces de lo prohibido (comprensible si se tiene en cuenta que cuando vivía allí yo no tenía edad de usarlo solo) y ver que es exactamente el mismo, con sus arañazos en la plaquita de seguridad, o las pegatinas entre pisos que pegábamos los niños cuando aún no había puerta de seguridad.
Llego al segundo piso, y me recreo contemplando la puerta B. Solo es una puerta, pero impregnada de recuerdos. Y al ver las múltiples rayaduras de la cerradura me veo a mí mismo de niño aprendiendo torpemente a usar la llave.
Bajo y veo en los buzones nombres, muchos de los cuales recuerdo. Algunos se fueron, otros siguen. Y después de la sesión de voyeurismo introspectivo a mi propio pasado emprendo la ruta por el parque que me lleva de nuevo a mi actual casa.
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