Roma-Nápoles: Comeremos napolitanas, y unas pizzas como soles.
En todo viaje hay partes mejores y partes peores. Y así como Roma es una parte que me encantó, no puedo decir lo mismo de Nápoles, la cual posee probablemente el dudoso honor de ser la ciudad más chunga e inquietante en la que he estado jamás. Pero antes haré mención al verdadero motivo de nuestra visita a la capital de la Camorra, que no era otro que ver las ruinas de Pompeya.
Bajo un sol de justicia (no en vano era agosto) pudimos experimentar el mismo calor abrasador que debieron de padecer los infortunados habitantes de tan volcánica localidad en el momento de su muerte. Allí nos llama la atención lo bien conservadas que se encuentran sus calles, y el detalle de que en esa ciudad lo que no es un lupanar, es una taberna. Interesante y peculiar, pero desde luego no tan glorioso de contar como Nápoles.
Ya las cabinas telefónicas, tragándose las monedas, parecían querer presagiar la terrible verdad sobre la siniestra ciudad. Habíamos visto en una guía de viajes que recomendaban una pizzería, por lo que mientras yo intentaba gestionar el hotel de Corfú, Borja y David iban al exterior a buscar indicaciones sobre esa pizzería.
Cuando volvieron, estaban claramente dominados por el terror, y más pálidos que la mozzarella. Apenas articulaban palabra, y parecía que hubieran estado en la boca del Infierno. Ojalá.
Según las indicaciones, para ir a esa pizzería había que tomar una avenida principal, después coger una secundaria y por último una callejuela, donde estaría la pizzería. De camino a la vía principal, en una cafetería de la plaza, nos encontramos con una pareja de españoles que nos indican la peligrosidad y el mal rollo de esta ciudad, que siempre que van por la calle les da la sensación de estar siendo vigilados y perseguidos, y que no es raro ver y oír ruidos de peleas. Y que en cuanto pudieran se largaban de ahí.
Nosotros, por nuestra cuenta, vamos a la "avenida" principal. No sé muy bien cómo describirla, pero sí puedo afirmar que ya sé en qué se basó Capcom cuando pensó en las calles de Raccoon city. Casi ninguna farola operativa, basura por todas partes, y una boca de metro sepultada por escombros. La calle más o menos igual de acogedora que un gueto de Baltimore, y la constante sensación de estar siendo observados. Y cuando llegamos a la calle secundaria, vemos que es una calleja mal iluminada y de aspecto patibulario, lo que nos hace dar media vuelta y marchar. Por buena que pudiera estar la pizza de ahí, un extraño impulso nos hace preferir la supervivencia.
Así pues, volvemos a la plaza principal, donde estaban los españoles de antes. Ellos nos cuentan que en los 20 minutos que hemos estado fuera, han presenciado en directo cómo un tipo robaba una moto delante de las narices de su dueño, ante la pasividad de la policía y la horda de prostitutas estilo Amy Winehouse que pueblan las calles.
En ese mismo restaurante, por ser el más cercano a la estación, pedimos una pizza familiar para llevar, y nos retiramos cuidadosamente hacia la estación de tren, con cuidado de que nuestras mochilas no capten la atención de ningún caco local. Allí preguntamos cuál es el primer tren que sale de la ciudad, y vemos que es uno para Caserta. Andén 16.
Y está muy bien que te digan que el tren sale del andén 16, cuando empiezas a contar que solo hay 8 andenes. Tal vez, piensas, sea un andén mágico y maravilloso, como el del expreso de Hogwarts. Pero esta ciudad recuerda más a The Warriors que a Harry Potter, así que preguntamos. "Disculpe, dónde está el andén 16" "Oh, tenéis que ir hacia allá, al fondo" "¿Detrás de esos mendigos que se están dando calor en ese barril en llamas?" (Verídico) "Sí, ahí".
Midiendo nuestros pasos, y conteniendo la respiración, vamos al tren, y nos metemos en uno de los compartimentos. Ahí damos buena cuenta de la pizza, como el reo que sabe que se encuentra ante su última cena. Y rozamos el infarto cuando una mano golpea la puerta del compartimento. Concretamente el corazón de Sappia salta por su boca y se queda un buen rato pegando botecitos por entre los asientos.
Se trata del revisor (probablemente era un señor normal vestido de revisor, pero en mi memoria es tuerto y le faltan un montón de dientes, y en vez de mano tiene un garfio), que nos dice que hay que cambiar de vagón, pues ese en el que estamos no va en el convoy. Temerosos de cada paso que damos, cambiamos de vagón, y cuando el tren se pone en marcha suspiramos aliviados al dejar Nápoles atrás. ¡Seguíamos vivos!
Bajo un sol de justicia (no en vano era agosto) pudimos experimentar el mismo calor abrasador que debieron de padecer los infortunados habitantes de tan volcánica localidad en el momento de su muerte. Allí nos llama la atención lo bien conservadas que se encuentran sus calles, y el detalle de que en esa ciudad lo que no es un lupanar, es una taberna. Interesante y peculiar, pero desde luego no tan glorioso de contar como Nápoles.
Ya las cabinas telefónicas, tragándose las monedas, parecían querer presagiar la terrible verdad sobre la siniestra ciudad. Habíamos visto en una guía de viajes que recomendaban una pizzería, por lo que mientras yo intentaba gestionar el hotel de Corfú, Borja y David iban al exterior a buscar indicaciones sobre esa pizzería.
Cuando volvieron, estaban claramente dominados por el terror, y más pálidos que la mozzarella. Apenas articulaban palabra, y parecía que hubieran estado en la boca del Infierno. Ojalá.
Según las indicaciones, para ir a esa pizzería había que tomar una avenida principal, después coger una secundaria y por último una callejuela, donde estaría la pizzería. De camino a la vía principal, en una cafetería de la plaza, nos encontramos con una pareja de españoles que nos indican la peligrosidad y el mal rollo de esta ciudad, que siempre que van por la calle les da la sensación de estar siendo vigilados y perseguidos, y que no es raro ver y oír ruidos de peleas. Y que en cuanto pudieran se largaban de ahí.
Nosotros, por nuestra cuenta, vamos a la "avenida" principal. No sé muy bien cómo describirla, pero sí puedo afirmar que ya sé en qué se basó Capcom cuando pensó en las calles de Raccoon city. Casi ninguna farola operativa, basura por todas partes, y una boca de metro sepultada por escombros. La calle más o menos igual de acogedora que un gueto de Baltimore, y la constante sensación de estar siendo observados. Y cuando llegamos a la calle secundaria, vemos que es una calleja mal iluminada y de aspecto patibulario, lo que nos hace dar media vuelta y marchar. Por buena que pudiera estar la pizza de ahí, un extraño impulso nos hace preferir la supervivencia.
Así pues, volvemos a la plaza principal, donde estaban los españoles de antes. Ellos nos cuentan que en los 20 minutos que hemos estado fuera, han presenciado en directo cómo un tipo robaba una moto delante de las narices de su dueño, ante la pasividad de la policía y la horda de prostitutas estilo Amy Winehouse que pueblan las calles.
En ese mismo restaurante, por ser el más cercano a la estación, pedimos una pizza familiar para llevar, y nos retiramos cuidadosamente hacia la estación de tren, con cuidado de que nuestras mochilas no capten la atención de ningún caco local. Allí preguntamos cuál es el primer tren que sale de la ciudad, y vemos que es uno para Caserta. Andén 16.
Y está muy bien que te digan que el tren sale del andén 16, cuando empiezas a contar que solo hay 8 andenes. Tal vez, piensas, sea un andén mágico y maravilloso, como el del expreso de Hogwarts. Pero esta ciudad recuerda más a The Warriors que a Harry Potter, así que preguntamos. "Disculpe, dónde está el andén 16" "Oh, tenéis que ir hacia allá, al fondo" "¿Detrás de esos mendigos que se están dando calor en ese barril en llamas?" (Verídico) "Sí, ahí".
Midiendo nuestros pasos, y conteniendo la respiración, vamos al tren, y nos metemos en uno de los compartimentos. Ahí damos buena cuenta de la pizza, como el reo que sabe que se encuentra ante su última cena. Y rozamos el infarto cuando una mano golpea la puerta del compartimento. Concretamente el corazón de Sappia salta por su boca y se queda un buen rato pegando botecitos por entre los asientos.
Se trata del revisor (probablemente era un señor normal vestido de revisor, pero en mi memoria es tuerto y le faltan un montón de dientes, y en vez de mano tiene un garfio), que nos dice que hay que cambiar de vagón, pues ese en el que estamos no va en el convoy. Temerosos de cada paso que damos, cambiamos de vagón, y cuando el tren se pone en marcha suspiramos aliviados al dejar Nápoles atrás. ¡Seguíamos vivos!
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