A ratos me siento así.
Una de las cosas que menos me gustan de mi trabajo, si no la que menos, es la atención telefónica. La odio. De hecho, ya de normal suelo ser bastante poco amigo de hablar con alguien a quien no veo, pues la comunicación es muy limitada. Y ya si es por trabajo, todavía más.
¿Que no me gusta el café? Pues taza y media. Con el tema de las medidas de prevención contra el coronabicho, la atención presencial es con cita previa lo que significa que las llamadas con consultas se han disparado (el que antes venía a mostrador ahora llama por teléfono, claro), y el volumen de llamadas se ha duplicado o incluso triplicado, lo que significa que hay ratos de la mañana en los que es literalmente imposible hacer nada que no sea hablar por teléfono, siendo lo peor cuando terminas la llamada, cuelgas y antes de que pase medio segundo ya está otra vez el aparato del infierno sonando.
A esto hay que sumar que cuando estuvimos teletrabajando (ahí también tenía muchísimo teléfono, pero en el salón de mi casa y en pijama), nos habilitaron extensiones telefónicas de voz por IP, que tiene sus ventajas pero también sus inconvenientes, uno de los cuales es que se nos oye muy bajo, aunque nosotros oigamos perfectamente. Añádase que hay usuarios que no son capaces de dejar terminar una frase sin interrumpir y tenemos el sembrado para algunos diálogos de besugos francamente frustrantes.
Esta semana me toca arriba, así que he de sufrir todavía algunos días de telefonista, y cuando el teléfono deja de sonar, intentar sacar el trabajo de oficina, que a lo tonto se acumula. Echo de menos estar abajo, atendiendo cara a cara al público.
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