Telefederico.
Escribo desde la capital del reino, donde hemos venido a pasar el puente de la Inmaculada Constitución, en un viaje que viene cargado de anécdotas desde el principio. La forma de venir fue en un coche mediante la web blablacar, donde nos recogen en Bilbao una pareja de amigos, más majos que las pesetas y con una enorme capacidad de conversación, que hacen que el viaje sea ameno y casi hasta corto. Pero completa la comitiva una señora que sube en Burgos, digamos que, peculiar.
A nuestra llegada a Madrid nos vamos al alojamiento, una habitación que reservamos en airbnb, muy bien ubicada en zona muy céntrica. Una vez situados, nos vamos a hacer una ruta de reconocimiento y mis ojos se fijan en el cartel del teleférico, que desconocía, así que nos lanzamos a la aventura de cogerlo. Una sorpresa muy agradable, sobrevolando la Casa de Campo (que he de decir que a pesar de todas mis venidas a Madrid, no conocía) y un paseo por ahí. Tomamos otra vez el teleférico de vuelta (y me pregunto por qué las locuciones del mismo tienen música más propia de peli porno) y vamos a comer.
De sobremesa, un paseo por lugares desiertos y poco concurridos, como puedan ser la Gran Vía, la Puerta del Sol o la Plaza Mayor, en las que en diciembre apenas se ve un alma y uno puede pasear a gusto y sin codazos. Todo eso, pero al revés.
Así estamos haciendo la tarde hasta que por la noche quedamos con unos amigos, Susana y Álvaro, para ir a cenar a un restaurante chino, pero chino de verdad, con comida china real y esos toques tan de allí, como una lavadora en medio del pasillo que conduce al baño, o la camarera fregando los platos en medio del comedor. Entre eso y las aglomeraciones, era como volver a visitar China, oigan.
Y a destacar de la cena, lo horriblemente picante que era la sopa que nos sirvieron, que hacía que hasta las lágrimas que llorábamos fueran de fuego.
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