Regalo de despedida.
Todos los ciclos se acaban, y hoy le ha llegado el turno a uno que empezó hace casi cinco años, cuando empujado por las circunstancias dejé mi plaza de toda la vida en Inclusión para agarrarme a una comisión de servicios en atención ciudadana. Formalmente esta se termina el domingo, de modo que hoy ha sido mi último día aquí, ya que el lunes empezaré en un trabajo nuevo.
Han sido cinco años en los que he podido ver y vivir muchas cosas, y durante los que he podido aprender un montón. También me ha tocado lidiar con mucha gente y muy variopinta, a veces casi 200 atenciones a la semana, y aunque me voy, me llevo un poco de Laguntza conmigo y dejo algo de mí en Laguntza.
Sin embargo, lo mejor como siempre son las personas con las que te topas y compartes trabajo, que hoy me han brindado una despedida de lujo y con todo el cariño, que me hace plantearme que algo habré hecho bien. Es una de las cosas a las que aspiro cuando empiezo en un sitio, a que me echen de menos cuando me voy.
Ahora me tocará un sitio distinto, con un trabajo distinto, a conocer gente nueva y aprender cosas nuevas, pero sin nada de atención al público. ¿La echaré de menos? No voy a mentir, pues aunque he acabado un poco hasta el gorro y esta semana se me ha hecho más larga que un culebrón colombiano, tiene su encanto y permite salirse de la burbuja, tratando con todo tipo de gente y situaciones. Es una de esas cosas que cuando las tienes no las soportas, pero cuando no las tienes las añoras. El teléfono, en cambio, eso sí que no lo voy a echar nada de menos. Tendré que atender llamadas en mi nuevo trabajo, pero todas internas.
Para cerrar, repetiré la frase que más he repetido en la oficina estos últimos meses, sobre todo cada vez que nos caía algún marrón o tocaba alguna situación incómoda: ¡Me voy a jugar con los cochecitos!
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